jueves, 23 de septiembre de 2021

Los muertos invisibles / Juan Manuel Olarieta *


Lo que no aparece en los medios no existe. No sólo no está habiendo muertos sino que tampoco hay efectos adversos, ni graves ni leves. Nada de nada. Todo va bien. El canon se confirma: las vacunas contra el coronavirus están salvando vidas, lo mismo que las demás. Las vacunas han erradicado muchas enfermedades en el pasado y lo mismo harán con ésta.

Para saber algo del asunto hay que acudir, lo mismo que en el franquismo, a fuentes extranjeras, y entonces nos encontramos con que, en efecto, hay personas que están muriendo inmediatamente después de ser vacunadas. Algo es algo.

Ahora bien, su muerte no tiene relación con las vacunas, nos dicen las fuentes oficiales (que son casi todas), lo cual nos alivia enormemente. Esa falta de relación sólo aparece cuando se trata de muertes. Si hablamos de efectos secundarios no letales, entonces el discurso cambia: los efectos secundarios sí están causados por las vacunas.

No obstante, a veces las explicaciones oficiales sobre las vacunas y las muertes no se sostienen y entonces el argumento retrocede a la siguiente trinchera: el número de casos es insignificante con respecto al total de vacunados. Es preferible el remedio a la enfermedad. Luego las vacunas salvan vidas, “quod erat demonstrandum”.

Con la muerte de 33 ancianos en Noruega, los responsables de salud dicen que el porcentaje está por debajo del uno por mil. Es muy poquito. Casi nada. Pero eso es algo que se lo deben decir a los familiares de los fallecidos y, si es posible, a la cara.

No podemos olvidar que la disparatada pretensión de la mayor parte de los gobiernos del mundo es vacunar a millones de personas, por lo que esos “pequeños porcentajes” van a multiplicar el número de cadáveres. Si en España vacunan a 20 millones de personas, tendremos 20.000 muertos y el sistema de “salud” seguirá mirando para otro lado. Como si la cosa no fuera con ellos.

Si la vacuna es un instrumento de prevención de la salud, como reza el canon, hasta el más reacio puede comprender que esos 20.000 fallecidos son personas sanas.

La vacuna contra el coronavirus es voluntaria. Para poder inocular a una persona, debe prestar su consentimiento expreso y el médico le debe informar cabalmente acerca -entre otras cosas- de los riesgos, lo cual no se está haciendo en absoluto por muchas razones, entre otras porque la única preocupación es hacerlo rápido, e incluso que lo haga quien sea, aunque no sea médico.

Es una chapuza aunque, bien visto, no cambiaría mucho si el informador es un médico, porque la mayor parte de ellos se atienen al canon. Ninguno de ellos admitirá en presencia del candidato que el riesgo es mínimo y que él puede estar dentro del uno por mil que va a caer en el hoyo. Los médicos están haciendo lo mismo que los medios de comunicación: callar. El plan de vacunación masivo y acelerado sería impensable sin ese silencio.

Por su propia naturaleza, un problema de salud pública adquiere inmediatamente una dimensión política y social. Cuando se están produciendo miles de muertes, la primera obligación es la determinar su causa, investigar y poner remedio. 

Sin embargo, la directora de salud pública de Noruega, Camilla Stoltenberg, ha confesado públicamente en rueda de prensa que no han analizado las causas del fallecimiento de 33 ancianos después de recibir la vacuna porque todos los días mueren 45 ancianos en los asilos del país escandinavo y porque eran personas muy enfermas, terminales. Se hubieran muerto de todas maneras, tarde o temprano.

La intervención de la responsable noruega no pudo ser más vergonzosa, a la altura del cúmulo de declaraciones oficiales de todo tipo que llevamos escuchando desde que apareció la pandemia hace un año. No hay relación de causa a efecto, dice Stoltemberg, aunque quizá sí: los efectos secundarios “pudieron haber coadyuvado en un desenlace fatal en algunos enfermos frágiles”.

La respuesta oficial es, pues, un “no” pero “sí”. Es posible. Puede ser, y en consecuencia Noruega ha cambiado el protocolo médico y ahora exige realizar una evaluación médica previa antes de la inoculación. Si los muertos no han tenido relación con la vacuna, ¿por qué cambian ahora los procedimientos médicos?

Si los efectos adversos más inmediatos, a corto plazo, de las vacunas no se admiten de ninguna manera, ¿qué ocurrirá con los efectos a largo plazo? Es algo que no interesa a nadie y mucho menos interesará cuanto más tiempo transcurra. La atención estará centrada entonces en otros asuntos. Nadie se acordará de los muertos y nadie preguntará nada.

 

(*) Abogado y economista, Premio de la Revista del Colegio de Abogados de Madrid

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