El síndrome de West es una encefalopatía epiléptica de la infancia que afecta a uno de cada 2.500 recién nacidos y se caracteriza por la aparición de espasmos del cuerpo y las extremidades y, en el 20 por ciento de los casos, puede conllevar un autismo asociado.
Así lo ha asegurado la genetista del Hospital General de Niños Ricardo Gutiérrez de Buenos Aires (Argentina), Claudia Arberas, con motivo del IV Congreso Internacional Fundación Síndrome de West que se está celebrando estos días en Madrid.
Además, como reconoce esta experta el riesgo de padecer autismo puede aumentar en función de la enfermedad que haya originado el síndrome de West ya que, por ejemplo, en los niños nacidos con esclerosis tuberosa el trastorno del espectro autista se da en más de un 60 por ciento de los casos.
"En estos casos al menor le puede quedar una secuela importante", reconoce la doctora Arberas, quien apunta a la necesidad de acelerar el diagnóstico precoz a fin de "minimizar todo lo posible el impacto de la enfermedad".
En este sentido, el jefe del Servicio de Neurología del Hospital de Pediatría Juan Garrahan de Buenos Aires, Víctor Ruggieri, ha apuntado que los primeros síntomas del autismo en estos menores se pueden identificar al mismo tiempo que se detecta el síndrome de West, cuyos primeros síntomas aparecen entre los primeros 6 y 8 meses de vida.
"El autismo se puede buscar ya durante el primer año de vida y tratarse también en este primer año", asegura este experto.
Algunos de los indicadores clave son el hecho de que el niño no señale lo que quiere, no responda a su nombre o no mire cuando se le indica algo. Además, "el contacto visual suele ser un poco disperso", admite Ruggieri, lo que hace que el niño no mire a los ojos a quien se pone en contacto con él.
A esto hay que unir que los síntomas propios del síndrome de West, sobre todo los espasmos, "provocan un deterioro social que hacen que el niño adopte un comportamiento autista, se desinteresa por el medio y deja de sonreir".
Todo ello debe confirmarse con otros síntomas posteriores como el retraso en el desarrollo del lenguaje oral y en la comunicación social, que se diagnostican a partir de los dos años.
Por ello, y dado el riesgo de autismo de los afectados por este síndrome, el doctor Ruggieri aboga por estar alerta de la aparición de estos primeros síntomas y aprovechar la plasticidad del cerebro a esas edades para potenciar su desarrollo.
"Si luego a los tres años ya no cumple el criterio de autismo, lo festejaremos todos", asegura.
En este sentido, las principales pautas terapéuticas pasan por conocer las fortalezas y debilidades del niño y, en función de las mismas, enseñar a la familia a comunicarse con él y a mejorar sus habilidades sociales.
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