MELBURNE.- Hace más de un siglo, el cirujano neoyorquino William Coley observó
que los tumores con alguna infección tendían a remitir. Las bacterias o
los virus en la zona donde las células se estaban multiplicando
descontroladamente alertaban al sistema inmunitario, que hasta entonces
no se había dado cuenta de la anomalía que estaba ocurriendo.
Los
científicos creen que es muy posible que nuestras defensas frenen muchos
tumores antes de que sean detectables; lo que conocemos como cáncer
serían aquellos casos en los que las células malignas han burlado a
nuestro sistema inmunitario y han conseguido propagarse escondidas de él
por varios mecanismos.
Coley
experimentó con esta idea inoculando estreptococos a los tumores para
avisar a las defensas del cuerpo. Lo hizo con algún éxito, pero sobre
todo con fracasos, ya que la toxicidad de la bacteria provocaba más
problemas que soluciones. La investigación contra el cáncer tomó otros
fueros. Se descubrieron tratamientos terriblemente agresivos, pero más
efectivos, como la quimioterapia, que intoxica a las células para
matarlas, o la radioterapia, que hace algo parecido, pero de forma más
focalizada.
Los efectos secundarios y la carencia de una solución definitiva
contra el cáncer provocó que la idea de estimular al sistema
inmunitario, que siempre anduvo latente, volviera a cobrar fuerza hace
unos años. Los avances que se hicieron en investigación básica le
valieron a la inmunoterapia el reconocimiento de hallazgo científico de 2013, según la prestigiosa revista Science. Desde entonces, el campo no hay hecho más que progresar. Solo un 1% de los estudios presentados en el congreso de la Sociedad Americana de Oncología Clínica (ASCO)
se basaban en esta técnica hace tres ediciones; la cifra subió al 10%
en la siguiente y fueron una cuarta parte de los trabajos los que
hablaban de inmunoterapia en el último congreso.
Este crecimiento exponencial da pistas de por dónde va la
investigación contra el cáncer. Dos disciplinas que prácticamente se
dieron la espalda durante años (la oncología y la inmunología) van ahora
de la mano hasta el punto de que estos tratamientos oncológicos han
sido uno de los temas estrella en el Congreso Internacional de Inmunología que se ha celebrado la pasada semana en Melbourne.
Aunque para muchos tipos de cáncer los tratamientos inmunológicos son
todavía muy experimentales, esta técnica es una realidad relativamente
asentada para otros. Un ejemplo viviente es Susanne Harris, que hace
nueve años sufrió un extraño melanoma que se resistía a desaparecer con
las terapias convencionales. En 2013 se enroló en lo que entonces era un
ensayo. Tenía que ir cada tres semanas desde Melbourne, donde vive con
su marido, hasta Sidney para que durante media hora le inyectasen un
fármaco denominado Keytruda. En menos de dos meses el tumor ya estaba
remitiendo. Después de 12 casi no se podía ver. En noviembre hará un año
que dejó de recibir tratamiento y el tumor ha desaparecido, tal y como
mostró hace un par de semanas el último escáner, que vino a refrendar
todos los anteriores. “Todo sin el más mínimo efecto secundario”, relata
emocionada.
Su caso aislado podría ser anecdótico o fruto de la casualidad, pero
es uno de los cientos que engrosan la evidencia de la efectividad de
este tratamiento. Aunque las pruebas de que puede funcionar son
robustas, también lo son las de su tremenda selectividad. Solo surte efecto en alrededor de un 24% de los enfermos. Jonathan Cebon, director del Insituto de Investigación del Cáncer Olivia Newton-John
—que ha participado en el experimento que salvó la vida de Harris—,
reconoce que uno de los grandes retos es saber por qué en los mismos
tumores la inmunoterapia funciona en solo en unos pocos sujetos.
En el caso del melanoma, sin embargo, es especialmente esperanzadora.
Se ha beneficiado del poco éxito que la quimio y la radioterapia tienen
contra este tipo de cáncer. Media docena de tratamientos han sido ya
aprobados por la FDA americana. Cebon asegura que combinándolos la
efectividad alcanza el 80%. “Pero son cifras que están en constante
movimiento en función de los avances que se van presentando”, matiza.
Aunque todos los tratamientos con inmunoterapia se basan en ayudar a
las propias defensas del cuerpo a localizar y erradicar el cáncer, hay
varios mecanismos de acción. En el caso de la Keytruda se basa en
neutralizar una proteína de la superficie de las células cancerígenas
conocida como PD1, que hace que los linfocitos no luchen contra ellas.
Buena parte de la investigación oncológica pasa por neutralizarlos para
que el organismo pueda acabar con los tumores.
Otras técnicas pasan por extraer glóbulos blancos del paciente, ya
sea del propio tumor o de fuera de él, seleccionar los que tienen mayor
actividad antitumoral para cultivarlos y activarlos y, finalmente,
implantarlos de nuevo en el enfermo. Es un método algo más experimental
que el anterior; los científicos investigan cómo manipular estas células
para hacerlas más efectivas contra los tumores.
Una tercera vía de inmunoterapia contra el cáncer son las vacunas.
Pero no las preventivas, como las que se usan para frenar al sarampión o
a la gripe, sino terapéuticas, cuando el paciente ya tiene la
enfermedad o incluso cuando la ha superado. El objetivo es avisar al
sistema inmunitario, que por alguna razón no se ha percatado de la
existencia del cáncer, de que está ahí. Para ello se suelen extraer
células cancerosas que se manipulan para que las defensas puedan dar una
respuesta correcta al tumor. La primera vacuna de este tipo se aprobó
en Estados Unidos en 2010 y se usa para algunos tipos de cáncer de
próstata que se han diseminado.
Pero como el cáncer no es una sola enfermedad, sino un paraguas que
engloba a muchos procesos, es complicado hallar una sola vacuna que
pueda frenar o tratar el avance de todos los tipos de tumores. Cada uno
requiere investigaciones específicas, que toman en consideración cómo se
propagan las células, sus características, su estadío…
Las vacunas pueden funcionar deteniendo la proliferación de células
cancerosas, reduciendo el tumor, eliminando las que no han conseguido
ser erradicadas con otros tratamientos o evitando que reaparezca. Esto
último está tratando de conseguirlo con el cáncer de próstata Jay A.
Berzofsky, director de la sección de inmunogenética y vacunas del Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos.
Los resultados de las primeras fases de su investigación, que ha
presentado en el Congreso Internacional de Inmunología de Melbourne, han
mostrado una evolución positiva en un 75% de los pacientes. Se trata,
sin embargo, de un estadío muy prematuro, en el que todavía no se ha
comparado la efectividad con un grupo de control que esté bajo un
tratamiento placebo.
La ventaja que tiene el cáncer de próstata para investigar vacunas en
él es que hay un marcador biológico que indica su evolución, el PSA. Lo
que ha hecho el equipo de Berzofsky es inocular la vacuna tras eliminar
el tumor y observar los niveles de esta sustancia. En tres cuartas
partes de los pacientes los niveles redujeron su crecimiento tras la
administración de la inmunización, lo que da pistas de su posible
efectividad. “De tener éxito, esta misma vacuna podría ser también
efectiva contra un tipo de cáncer de mama, lo que sucede es que es más
difícil experimentar con él”, relata el investigador.
Pero lo cierto es que el camino que queda por delante es largo. En el
escenario más optimista, Cebon calcula que en 10 años la inmunoterapia
podrá sustituir a los tratamientos más agresivos en varios tipos de
cánceres como próstata, melanoma, estómago y mama. Pero la opinión de la
mayoría de la comunidad científica es que incluso en aquellos para los
que sea efectiva, tendrá que combinarse a menudo con cirugía, radio y
quimioterapia, según señala Robert G. Ramsay, del Instituto de Cáncer Peter MacCallum de Melbourne.
La otra gran pregunta sobre la inmunoterapia que hay que responder es
si cura definitivamente el cáncer o simplemente lo trata. Los fármacos
son tan nuevos que todavía se está observando a los pacientes que se han
beneficiado de ellos para comprobar si los tumores reaparecen. Laurie
H. Glimcher, presidenta del Instituto de Cáncer Dana-Farber
de Boston, es razonablemente optimista: “Esperamos que estos
tratamientos eviten que nuestros hijos y nuestros nietos mueran de
cáncer. En el futuro será una enfermedad crónica, y no mortal, como ya
sucedió con el VIH”.
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