El sistema inmunitario de los seres humanos es un intrincado conjunto de sistemas de defensa. Entre todos ellos, el que seguramente sea el mecanismo más importante, se conoce como 'inmunidad humoral'. En ella sobresalen los anticuerpos: el grupo de macromoléculas específicamente diseñadas para identificar y combatir la infección. Precisamente los mismos que, como veíamos, tienden a decaer en una buena parte de la población.
Sin embargo, hoy nos vamos a centrar en los linfocitos B, las células que fabrican anticuerpos y proteínas. En general, estas células necesitan ser activadas por los linfocitos T (CD4+) y por ello, en el proceso de activación frente a un patógeno nuevo, se tarda unos siete días en iniciar la respuesta inmune con este mecanismo. El sistema tiene que identificar al patógeno y pertrecharse para combatirlo.
Siete días, como digo, en el caso de que sea un patógeno nuevo. No obstante, el cuerpo recibe cientos de miles de patógenos cada año y no sería muy juicioso (ni evolutivamente sostenible) tener que reiniciar el mismo proceso una y otra vez. Por ello, el sistema inmunitario tiene mecanismos (aún relativamente desconocidos) para estimar la peligrosidad de los patógenos y para establecer cuáles requieren una presencia permanente de anticuerpos en el torrente sanguíneo y cuáles no.
Este último sería el caso del SARS-CoV-2 en muchos pacientes: por alguna razón que no comprendemos, nuestro sistema inmunitario decide que no es necesario conservar "movilizadas" las defensas contra él. La buena noticia es que, incluso en estos casos, el sistema puede guardarse un as bajo la manga: las células B de memoria. Se trata de un subtipo de los linfocitos B que permite reconocer viejas amenazas de forma ágil y articular una respuesta inmunitaria rápidamente.
La memoria de las células
La duda que quedaba pendiente era si, para el SARS-CoV-2, se generaba este tipo de memoria. A finales de noviembre, algunos estudios empezaron a aportar datos sobre el comportamiento de los anticuerpos, las células T y los linfocitos B que nos permitían ser optimistas, pero necesitábamos pruebas experimentales más precisas para sacar conclusiones sobre la memoria inmunitaria del sistema.
Ahora un equipo de investigadores australianos han conseguido estimar la longevidad y el inmunofenotipo de las células B de memoria específicas para las proteínas de la nucleocápside y el pico del SARS-CoV-2. Los investigadores analizaron 36 muestras de sangre de pacientes que habían tenido síntomas entre cuatro y 242 días antes de ser obtenidas.
De entrada, se detectaron anticuerpos (IgG) en todas las muestras; no obstante, los niveles empezaron a descender 20 días después de la aparición los síntomas.
En el caso de las células B de memoria, éstas fueron aumentando significativamente hasta, al menos, los 150 días. Meses después de superar la enfermedad. Esto es una magnífica noticia porque, como señalábamos más arriba, la inmunidad mediada por estas células es más duradera y más fuerte que la mediada por otros mecanismos.
Pero, sobre todo, porque permite a los investigadores concluir que existe "una memoria inmunitaria a largo plazo después de una infección o vacunación contra el COVID-19".
No obstante, por muy positivos que sean estos resultados y reconociendo que vamos completando las piezas del puzzle inmunitario más importante del momento, aún queda bastante para poder completar la imagen global de la inmunidad humana frente al COVID.
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